Cien ojos, divino don,
tenía el príncipe argivo,
precedente evolutivo
de la Santa Inquisición.
Hera, en celosa pasión,
encargó al inquisitivo
un cometido exclusivo
propio de un supermirón:
Cincuenta ojos en Io
debe poner, vigilante,
en continuo somatén.
Hoy, como está el mujerío,
dudo que sean bastantes
ni cincuenta ojos ni cien.
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