Berenice, mujer de Tolomeo,
hizo un voto solemne cierto día:
si su marido vencedor volvía
de la guerra al calor del himeneo,
a Venus inmortal como trofeo,
su rubia cabellera ofrecería,
sacrificio que acaso no lo haría
ni la mismísima Julieta por Romeo.
Berenice cumplió, porque triunfante
su marido volvió y allí colgada
fulgía la madeja de su pelo,
pero un dios zascandil, un dios tunante,
por más brillo de la noche estrellada,
la robó, colocándola en el cielo.
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